Cuando en Milán llovieron sombreros - Gianni Rodari
Una
mañana en Milán, el señor Bianchini se dirigía al banco.
"pero que día tan bonito
es bonito de verdad
ay que día tan bonito
en un noviembre inusuaaaaallllll”
….. Pero de repente, el señor Bianchini
se quedó duro y mudo. Se olvidó de cantar, se olvidó de andar, se quedó como
estatua con la boca abierta mirando al cielo de tal forma, que otro señor que por
allí pasaba, se lo llevó por delante y muy enojado le dijo:
— Ehhh usted, ¿se dedica a contemplar la nubes? ¿por qué no mira por donde camina?
En
efecto, del cielo azul celeste caía una lluvia de sombreros. No un solo
sombrero que podía estar arrastrando el viento de un lado para otro. No solo
dos sobreros que podían haberse caído de un balcón. Eran cien, mil, diez mil,
un millón de sombreros los que descendían del cielo ondeando.
Sombreros de hombre, sombreros de mujer, sombreros de niños y de bebés. Sombreros con plumas, sombreros con flores, con rayas. Gorros con visera, de piel o tejidos…
Y
después del señor Bianchini y del señor que lo atropelló, se pararon a mirar el
cielo muchos otros señores y señoras, también el chico del panadero y el policía
que dirigía el tránsito en el cruce de la avenida. Los colectiveros de la línea
10 y la del 128, incluso el del 59, bajaban del colectivo con la boca abierta mirando hacia arriba, los pasajeros también descendían y todos decían:
—
Pero qué maravilla
—
¿Son sombreros?
—
No, si van a ser bicicletas, claro que son
sombreros
—
¿Serán para ponerse en la cabeza?
—
Perdone, ¿dónde se
pone usted el sombrero?
Así
las cosas, las discusiones se fueron apagando y los sombreros ya estaban
tocando el suelo, en la vereda, en la calle, en el techo de los automóviles,
algunos sombreros entraban por la ventanilla de los colectivos y otros entraban
en las tiendas de la avenida.
La
gente los recogía y se los probaba.
—Demasiado
grande, demasiado pequeño, este para mi hermana, mi
abuela o mi tía. Éste lo
agarré yo primero, no ese lo agarré yo.
Había
gente que salía corriendo con 3 o 4 sombreros, uno para cada miembro de la
familia. También llego una monja pidiendo gorras para los huerfanitos.
Y cuanto más recogía la gente, más caían del cielo. Cubrían el cielo, llenaban los balcones, sombreros, sombreritos, sombrerazos, gorras, gorritas, bombines, chisteras, con cintas, sin cintas…
El señor Bianchini ya tenía 17 entre los brazos y no se decidía a seguir su camino
—No todos los días hay una lluvia de sombreros. Hay que aprovechar que a esta edad, ya no me crece la cabeza…
Y
los sombreros llovían, llovían, llovían…uno cayó justo, justo en la cabeza de
un niño, era un gorro de egresado y todos creyeron que era una muy buena señal,
seguramente saldría abanderado.
Y luego… ¿qué?
Primer final
Y luego… ¿qué?
Unas
horas después, en un aeropuerto de Alemania, aterrizaba un avión de Alitalia, que había dado la vuelta al mundo, cargando toda clase de sombreros. Los mismos
estaban destinados a ser expuestos en una feria internacional del sombrero.
El alcalde había ido a recibir tan importante carga y la banda municipal tocó “el himno a los sombreros”. Pero, imaginen la sorpresa cuando se dieron cuenta, que los únicos sombreros que traían eran los que llevaba puestos la tripulación.
El piloto había dejado caer los sombreros sobre Milán por error, y la Feria Internacional de Sombreros tuvo que ser postergada. En penitencia, el pobre comandante tuvo que volar sin gorra los siguientes 6 meses.
Aquel
día llovieron sombreros.
Al día siguiente llovieron paraguas.
Al
otro caja de bombones.
Y después, sin interrupción, llovieron heladeras, lavarropas, tablets, corbatas, vestidos y caramelos.
La ciudad estaba inundada de todas aquellas cosas que a más de 10 personas se le ocurriera querer.
Y como es lógico, en diciembre llovieron árboles de navidad.
Llovieron
sombreros hasta las 4 de la tarde. A esa hora, en la plaza de la catedral,
había una montaña más alta que el monumento.
A las 4 y 1 minuto, se levantó un fuerte viento, y los sombreros empezaron a rodar por las calles, cada vez a mayor velocidad hasta que levantaron vuelo.
— Se van, se van — gritaba la gente.
Nadie
sabe donde acabaron porque no cayeron en Roma, ni en Como, ni en ningún otro lado.
Los sombreros de Milán se fueron como llegaron: volando.
*adaptación Debora Ballarella