Un corazón sencillo - Gustave Flaubert
I
A lo largo de medio siglo, las burguesas de Pont-l’Evéque le
envidiaron a madame Aubain su criada Felicidad.
Por cien francos al año, guisaba y hacía el arreglo de la casa,
lavaba, planchaba, sabía embridar un caballo, engordar las aves de
corral, mazar la manteca, y fue siempre fiel a su ama -que sin embargo
no siempre era una persona agradable.
Madame Aubain se había casado con un mozo guapo y pobre,
que murió a principios de 1809, dejándole dos hijos muy pequeños y
algunas deudas. Entonces madame Aubain vendió sus inmuebles,
menos la finca de Toucques y la de Greffosses, que rentaban a lo
sumo cinco mil francos, y dejó la casa de Saint-Melaine para vivir en
otra menos dispendiosa que había pertenecido a sus antepasados y
estaba detrás del mercado.
Esta casa, revestida de pizarra, se encontraba entre una travesía
y una callecita que iba a parar al río. En el interior había desigualdades
de nivel que hacían tropezar. Un pequeño vestíbulo separaba la cocina
de la sala donde madame Aubain se pasaba el día entero, sentada junto
a la ventana en un sillón de paja. Alineadas contra la pared, pintadas
de blanco, ocho sillas de caoba. Un piano viejo soportaba, bajo un
barómetro, una pirámide de cajas y carpetas. A uno y otro lado de la
chimenea, de mármol amarillo y de estilo Luis XV, dos butacas
tapizadas. El reloj, en el centro, representaba un templo de Vesta. Y
todo el aposento olía un poco a humedad, pues el suelo estaba más
bajo que la huerta.
En el primer piso, en primer lugar, el cuarto de «Madame», muy
grande, empapelado de un papel de flores pálidas, y, presidiendo, el
retrato de «Monsieur» en atavío de petimetre. Esta sala comunicaba
con otra habitación más pequeña, en la que había dos cunas sin
colchones. Después venía el salón, siempre cerrado, y abarrotado de
muebles cubiertos con fundas de algodón. Seguía un pasillo que
conducía a un gabinete de estudio; libros y papeles guarnecían los
estantes de una biblioteca de dos cuerpos que circundaba una gran
mesa escritorio de madera negra; los dos paneles en esconce
desaparecían bajo dibujos de pluma, paisajes a la guache y grabados
de Audran, recuerdos de un tiempo mejor y de un lujo que se había
esfumado. En el segundo piso, una claraboya iluminaba el cuarto de
Felicidad, que daba a los prados.
Felicidad se levantaba al amanecer, para no perder misa, y
trabajaba hasta la noche sin interrupción; después, terminada la cena,
en orden la vajilla y bien cerrada la puerta, tapaba los tizones con la
ceniza y se dormía ante la lumbre con el rosario en la mano. Nadie
más tenaz que ella en el regateo. En cuanto a la limpieza, sus
relucientes cacerolas eran la desesperación de las demás criadas.
Ahorrativa, comía despacio, y recogía con el dedo las migajas del pan
caídas sobre la mesa; un pan de doce libras cocido expresamente para
ella y que le duraba veinte días.
En toda estación llevaba un pañuelo de indiana sujeto en la
espalda con un imperdible, un gorro que le cubría el pelo, medias
grises, refajo encarnado, y encima de la blusa un delantal con peto,
como las enfermeras del hospital.
Tenía la cara enjuta y la voz chillona. A los veinticinco años, le
echaban cuarenta. Desde los cincuenta, ya no representó ninguna
edad. Y, siempre silenciosa, erguido el talle y mesurados los
ademanes, parecía una mujer de madera que funcionara
automáticamente.
II
Había tenido, como cualquier otra, su historia de amor.
Su padre, un albañil, se había matado al caer de un andamio.
Luego murió su madre, sus hermanas se dispersaron, la recogió un
labrador y la puso de muy pequeña a guardar las vacas en el campo.
Tiritaba vestida de harapos, bebía, tumbada boca abajo, el agua de los charcos, le pegaban por la menor cosa y acabaron echándola por un
robo de treinta sueldos que no había cometido. Entró en otra alquería,
llegó en ella a moza de corral y, como daba gusto a los amos, los
compañeros de faena le tenían envidia.
Una tarde del mes de agosto (tenía entonces dieciocho años) la
llevaron a la romería de Colleville. Se quedó pasmada, estupefacta por
el estruendo de los rascatripas, las luces en los árboles, la variedad
abigarrada de los trajes, los encajes, las cruces de oro, aquella masa de
gente saltando todos a la vez. Se mantenía apartada modestamente,
cuando un mozo muy atildado, y que fumaba en pipa apoyado de
codos en la barra de un toldo, se acercó a invitarla a bailar. La convidó
a sidra, a café, a galletas, le regaló un pañuelo, y, creyendo que la
moza le correspondía, se ofreció a acompañarla. A la orilla de un
campo de avena, la tumbó brutalmente. Felicidad se asustó y empezó
a gritar. El mozo escapó.
Otra tarde, en la carretera de Beaumont, Felicidad quiso
adelantar a un gran carro de hierba que iba despacio, y, ya rozando las
ruedas, reconoció a Teodoro
El mozo la abordó tranquilamente, diciendo que tenía que
perdonarle, porque era «culpa de la bebida». Felicidad no supo qué contestar y estuvo por echar a correr.
En seguida, Teodoro habló de las cosechas y de notables del
municipio, pues su padre se había ido de Colleville a la finca de Les
Ecots, de modo que ahora eran vecinos. «¡Ah!», exclamó la
muchacha. El mozo añadió que deseaban casarle. Pero él no tenía
prisa y esperaba una mujer que le gustara. Felicidad bajó la cabeza.
Teodoro le preguntó si pensaba casarse. Respondió ella, sonriendo,
que estaba mal burlarse. «No, no, ¡te lo juro!», y con el brazo
izquierdo le rodeó la cintura; la muchacha andaba sostenida por aquel
abrazo; acortaron el paso. El viento era suave, brillaban las estrellas,
oscilaba ante ellos la enorme carretada; y los cuatro caballos,
arrastrando los cascos, levantaban polvo. Después, sin que se lo
mandaran, doblaron a la derecha. Él la besó otra vez. Ella se perdió en
la oscuridad.
A la semana siguiente, Teodoro llegó a obtener citas.
Se encontraban al fondo de los patios, detrás de pared, debajo de
un árbol solitario. Felicidad no era inocente como las señoritas -los
animales la habían enseñado-; pero la razón y el instinto de la honra le
impidieron caer. Esta resistencia exasperó el amor de Teodoro, hasta
tal punto que para satisfacerlo (o quizá inocentemente) le propuso casarse con ella. Felicidad no acababa de creerlo. Teodoro le hizo
grandes juramentos.
Al poco tiempo confesó una cosa desagradable: el año anterior,
sus padres le habían comprado un sustituto, pero cualquier día podrían
volver a llamarle; la idea de ir al servicio le espantaba. Esta cobardía
fue para Felicidad una prueba de cariño; el suyo se duplicó. Se
escapaba por la noche, y al llegar a la cita, Teodoro la torturaba con
sus acaloramientos y su porfía.
Finalmente, le anunció que iría él mismo a la prefectura a
enterarse y le diría el resultado el domingo siguiente, entre las once y
las doce de la noche.
Llegado el momento, Felicidad corrió al encuentro del novio.
En su lugar encontró a un amigo de Teodoro.
El amigo le dijo que no debía volver a verle. Para librarse del
servicio, Teodoro se había casado con una vieja muy rica, madame
Leboussais, de Toucques.
Fue un dolor desmesurado. Se tiró al suelo, rompió a gritar,
invocó a Dios y estuvo gimiendo completamente sola en medio del
campo hasta el amanecer. Después volvió a la alquería, dijo que
pensaba marcharse, y, pasado un mes, le dieron la cuenta, envolvió
todo su equipaje en un pañuelo y se fue a Pont-l'Evéque.
Delante de la posada, preguntó a una señora con toca de viuda y
que precisamente buscaba una cocinera. La muchacha no sabía gran
cosa, pero parecía tener tan buena voluntad y tan pocas exigencias que
madame Aubain acabó por decir: «¡Bueno, te tomo!».
Al cabo de un cuarto de hora, Felicidad estaba instalada en casa
de madame Aubain.
Al principio vivió como temblando por la impresión que le
causaban «el señorío de la casa» y el recuerdo de «Monsieur»
planeando sobre todo. Pablo y Virginia, el uno de siete años, la otra de
cuatro no cumplidos, le parecían hechos de una materia preciosa; los
cargaba a caballo sobre la espalda, y madame Aubain le prohibió
besarlos a cada paso, lo que le dolió. Sin embargo, estaba contenta. La
apacibilidad del medio había disipado su tristeza.
Todos los jueves iban unos amigos a jugar una partida de
boston. Felicidad preparaba de antemano las cartas y las rejillas.
Llegaban a las ocho en punto y se marchaban antes de dar las once.
Todos los lunes por la mañana, el chamarilero que vivía debajo
de la avenida exponía en el suelo sus chatarras. Después la localidad
se llenaba de un runruneo de voces, en el que se mezclaban relinchos de caballos, balidos de corderos, gruñidos de cerdos, con el traqueteo
seco de los carros en la calle. Al mediodía, en lo animado del
mercado, aparecía en la puerta un viejo campesino de elevada estatura,
la gorra echada hacia atrás, la nariz ganchuda: era Robelin, el colono
de Greffosses. Al poco tiempo llegaba Liébard, el granjero de
Toucques, pequeño, gordo, colorado, con chaqueta gris y polainas
armadas de espuelas.
Los dos traían al ama gallinas o quesos. Felicidad descubría
invariablemente sus marrullerías y ellos se iban llenos de respeto a
Felicidad.
En épocas indeterminadas, madame Aubain recibía la visita del
marqués de Gremanville, un tío suyo arruinado por la mala vida y que
vivía en Falaise del último pedazo de tierra que le quedaba. Se
presentaba siempre a la hora de comer, con un horrible caniche que
ensuciaba con las patas todos los muebles. A pesar de sus esfuerzos
por parecer un caballero, hasta el punto de llevarse la mano al
sombrero cada vez que decía: «Mi difunto padre», la costumbre le
podía, se servía de beber vaso tras vaso y soltaba desvergüenzas.
Felicidad le empujaba afuera, no sin miramientos: «¡Ya ha bebido
bastante, monsieur de Grernanville! ¡Hasta otra vez!». Y cerraba la
puerta.
Se la abría con gusto a monsieur Bourais, antiguo procurador.
Su corbata blanca y su calvicie, la chorrera de la camisa, la amplia
levita parda, la manera de sorber el rapé doblando el brazo, toda su
persona le producía ese pasmo que nos causa el espectáculo de los
hombres extraordinarios.
Como administraba las propiedades de «Madame», se encerraba
con ella durante horas en el gabinete de «Monsieur», y siempre tenía
miedo de comprometerse; respetaba muchísimo a la magistratura,
tenía sus pretensiones de saber latín.
Para enseñar a los niños de manera agradable, les regaló una
geografía en estampas que representaban diferentes escenas del
mundo, de los antropófagos con plumas en la cabeza, un mono que se
llevaba a una doncella, beduinos en el desierto, pescadores clavando el
arpón a una ballena, etc.
Pablo dio a Felicidad la explicación de las estampas. Y hasta fue
ésta su única instrucción literaria.
La de los niños corría a cargo de Gullot, un pobre diablo
empleado del ayuntamiento, famoso por su buena letra y que afilaba el
cortaplumas en la bota.
Cuando hacía buen tiempo, iban temprano a la finca de Greffosses.
El patio estaba en cuesta, la casa en el centro, y a lo lejos se veía
el mar como una mancha gris.
Felicidad sacaba de su capacho lonchas de carne fría, y
almorzaban en una estancia contigua a la lechería. Era el único resto
de una casa de recreo, ya desaparecida. El papel de la pared, en jirones
que temblaban con las corrientes de aire. Madame Aubain inclinaba la
frente, abrumada de recuerdos; los niños no se atrevían a hablar.
«¡Pero idos a jugar!», les decía; y escapaban.
Pablo subía al granero, atrapaba pájaros, hacía remolinos en la
charca o golpeaba con un palo los grandes toneles, que resonaban
como tambores.
Virginia daba de comer a los conejos, se precipitaba para coger
azulinas, y al correr descubría sus pantaloncitos bordados.
Una tarde de otoño volvieron por los prados.
La luna, en cuarto creciente, alumbraba una parte del cielo, y
sobre las sinuosidades del Toticques flotaba como una niebla. Unos
bueyes, echados en medio del prado, miraban tranquilamente pasar a
aquellas cuatro personas. En el tercer pastizal se levantaron algunos y
las rodearon. «¡No tengan miedo!», dijo Felicidad; y, murmurando
una especie de romance, le pasó la mano por el espinazo al que estaba
más cerca; el animal dio media vuelta y los otros le imitaron. Pero, ya
atravesado el pastizal siguiente, oyeron un bramido formidable. Era un
toro que, por la niebla, no habían visto. Avanzó hacia las dos mujeres.
Madame Aubain iba a echar a correr. «¡No, no, no vayáis tan
deprisa!» Sin embargo aceleraban el paso y oían detrás de ellas un
resoplar sonoro que se iba acercando. Las pezuñas golpeaban como
martillos la hierba de la pradera; ¡ahora galopaba! Felicidad se volvió
y, con ambas manos, se puso a arrancar terrones y a tirárselos al toro
a los ojos. El toro bajaba el morro, sacudía los cuernos y temblaba de
furia bramando horriblemente. Madame Aubain, en la linde del prado
con sus dos pequeños, alteradísima, buscaba la manera de franquear el
resalto. Felicidad seguía andando hacia atrás ante el toro y tirándole
terrones de césped que le cegaban, a la vez que gritaba: «¡Corran,
corran!».
Madame Aubain bajó a la zanja, empujó a Virginia, después a
Pablo, se cayó varias veces intentando escalar el talud, y a fuerza de
valor lo consiguió.
El toro había arrinconado a Felicidad contra una empalizada; su
baba le saltaba a la cara; un segundo más y la destripaba. A Felicidad le dio tiempo a colarse entre dos estacas, y el enorme animal, muy
sorprendido, se detuvo.
Este trance fue, durante muchos años, tema de conversación en
Pont-l'Evéque. Felicidad no se envaneció nada de su hazaña, sin
ocurrírsele siquiera que había hecho algo heroico.
Su única preocupación era Virginia, pues le quedó del susto una
afección nerviosa, y monsieur Poupart, el doctor, aconsejó los baños
de mar de Trouville.
En aquel tiempo no eran frecuentados. Madame Aubain se
informó, consultó a Bourais, hizo preparativos como para un largo
viaje.
El equipaje salió la víspera, en el carro de Liébard. Al día
siguiente trajo dos caballos, uno de ellos con una silla de mujer
provista de un respaldo de terciopelo; y en la grupa del segundo, una
especie de asiento formado por una capa enrollada. Madame Aubain
montó en él, detrás de Liébard. Felicidad se encargó de Virginia, y
Pablo montó el asno de monsieur Lechaptois, prestado con la
condición de que lo cuidaran mucho.
La carretera era tan mala que tardaron dos horas en recorrer los
ocho kilómetros. Los caballos se hundían en el barro hasta las
cuartillas, y para salir hacían bruscos movimientos de ancas; o bien
tropezaban en los baches; otras veces tenían que saltar. En ciertos
lugares, la yegua de Liébard se paraba de pronto. El hombre esperaba
pacientemente que echara a andar de nuevo; y hablaba de las personas
cuyas propiedades bordeaban el camino, añadiendo a su historia
reflexiones morales. Así, en el centro de Toucques, al pasar bajo las
ventanas rodeadas de capuchinas, dijo encogiéndose de hombros:
«Ahí tenemos una, madame Lehoussais, que en vez de tomar un
mozo...». Felicidad no oyó el resto. Los caballos trotaban, el burro
galopaba; tomaron todos por un sendero, se abrió una portilla,
aparecieron dos muchachos, y los viajeros se apearon delante del
estiércol, en el umbral de puerta.
La tía Liébard, al ver a su ama, se deshizo en demostraciones de
alegría. Les sirvió de almuerzo un solomillo, callos, morcilla ,
pepitoria de gallina, sidra espumosa, una tarta de frutas y ciruelas en
aguardiente, todo ello acompañado de cumplidos a la señora, que
parecía mejor de salud; a la señorita, que se había puesto «hermosa»;
al señorito Pablo, que había engordado mucho; sin olvidar a los
difuntos abuelos, a los que los Liébard habían conocido, pues estaban
al servicio de la familia desde varias generaciones. La granja tenía como ellos, un carácter de ancianidad. Las vigas del techo estaban
carcomidas; las paredes, negras de humo; los cristales, grises de
polvo. En un aparador de roble había toda clase de utensilios: jarras,
platos, escudillas de estaño, trampas de cazar lobos, fórceps para las
ovejas; una jeringa enorme hizo reír a los niños. No había en los tres
patios un solo árbol que tuviera setas al pie del tronco o una mata de
muérdago en las ramas. El viento había derribado varios. Habían
retoñado por el centro; y todos se doblaban bajo el peso de las
manzanas. Las techumbres de paja, que parecían terciopelo pardo y de
desigual espesor, resistían a las más fuertes borrascas. Pero la
carretería estaba en ruinas. Madame Aubain dijo que se iba a ocupar
de esto, y mandó renovar la guarnicionería.
Tardaron todavía media hora en llegar a Trouville. La pequeña
caravana se apeó para pasar Les Écores; era un acantilado al pie del
cual se veían los barcos; y, pasados tres minutos, al final del muelle,
entraron en el patio de «L'Agneau d'or», en casa de la tía David.
Desde los primeros días, Virginia se sintió menos débil,
resultado del cambio de aires y de la acción de los baños. A falta de
bañador, los tomaba en camisa, y su muchacha la vestía después en
una garita de aduanero que utilizaban los bañistas.
Después de comer iban con el burro más allá de Roches-Noires,
por la parte de Hennequeville. Al principio, el sendero subía entre
unos terrenos ondulados como el césped de un parque. Luego llegaba
a un alto donde alternaban los prados y las tierras labrantías. En las
orillas del camino, entre los zarzales, sobresalían los acebos; acá y
allá, un gran árbol muerto trazaba sobre el aire azul el zigzag de sus
ramas.
Casi siempre descansaban en un prado, con Deauville a la
izquierda, Le Havre a la derecha y enfrente el mar abierto. Estaba
reluciente de sol, liso como un espejo, tan manso que apenas se oía su
murmullo; piaban, escondidos, los gorriones, y todo esto bajo la
inmensa cúpula del cielo. Madame Aubain, sentada, trabajaba en su
labor de costura; Virginia, junto a ella, trenzaba juncos; Felicidad
escardaba flores de espliego; Pablo se aburría y quería marcharse.
Otras veces pasaban el Toucques en barca y buscaban conchas.
La marea baja dejaba al descubierto erizos, moluscos, medusas; y los
niños corrían para coger copos de espuma que llevaba el viento. Las
olas dormidas, al caer en la arena, se extendían a lo largo de la playa;
era tan larga que se perdía de vista, pero por la parte de tierra tenía por
límite las dunas, que la separaban del «Maráis», una extensa pradera en forma de hipódromo. Cuando volvían por allí, a cada paso se iba
agrandando Trouville, al pie de la ladera del otero, y con todas sus
casas desiguales parecía dispersarse en alegre desorden.
Los días de mucho calor, no salían de su cuarto. La
deslumbrante claridad de afuera trazaba barras de luz entre las hojas
de las celosías. Ningún ruido en el pueblo. Abajo, en la acera, nadie.
Este dilatado silencio acentuaba la tranquilidad de las cosas. A lo
lejos, los martillos de los calafates taponaban carenas, y una brisa
pegajosa traía el olor del alquitrán.
La principal diversión era la arribada de los barcos. En cuanto
pasaban las balizas, empezaban a zigzaguear. Arriaban las velas hasta
los dos tercios de los mástiles; y, con la mesana inflada como un
globo, avanzaban, se deslizaban en el chapoteo de las olas hasta el
medio del puerto, donde echaban de repente el ancla. En seguida el
barco se arrimaba al muelle. Los marineros descargaban por la borda
montones de peces palpitantes; los esperaba una fila de carros, y unas
mujeres con gorro de algodón se precipitaban a coger los cestos y a
besar a sus hombres.
Un día, una de ellas abordó a Felicidad, y al poco rato entró ésta
muy contenta en la habitación. Había encontrado a una hermana; y
apareció Anastasia Baret, casada con Leroux, llevando un niño de teta
en brazos, de la mano derecha a otro niño, y a su izquierda un
grumetillo con los puños en las caderas y la boina sobre la oreja.
Al cuarto de hora, madame Aubain la despidió.
Los encontraban siempre cerca de la cocina, o en los paseos que
daban. Al marido no se le veía.
Felicidad les tomó cariño. Les compró una manta, camisas, un
hornillo; era evidente que la explotaban. Esta flaqueza irritaba a
madame Aubain, a la que además no le gustaban las familiaridades del
sobrino -pues tuteaba a su hijo-; y como Virginia tosía y la estación no
era buena, madame Aubain volvió a Pont-l'Evéque.
Monsieur Bourais la aconsejó sobre la elección de un colegio. El
de Caen tenía fama de ser el mejor. A él mandaron a Pablo; se
despidió valiente, satisfecho de ir a vivir en una casa donde habría
chicos como él.
Madame Aubain se resignó a separarse de su hijo, porque era
necesario. Virginia pensaba en él cada vez menos. Felicidad echaba en
falta la bulla que metía. Pero vino a distraerla una ocupación; a partir
de Navidad, llevaba todos los días a la niña al catecismo.
III
Hacía en la puerta una genuflexión, avanzaba bajo la alta nave entre la
doble fila de sillas, abría el banco de madame Aubain, se sentaba y
echaba una mirada en torno suyo.
Los niños a la derecha, las niñas a la izquierda, ocupaban los
asientos del coro; el cura permanecía de pie junto al atril; en una
vidriera del ábside, el Espíritu Santo dominaba a la Virgen; en otra
estaba de rodillas ante el Niño Jesús, y, detrás del tabernáculo, un
grupo tallado en madera representaba a San Miguel abatiendo al
dragón.
El cura empezó por resumir la historia sagrada. Felicidad creía
estar viendo el paraíso, el Diluvio, la torre de Babel, las ciudades
envueltas en llamas, pueblos que morían, ídolos derribados. Y de este
deslumbramiento conservó el respeto al Altísimo y el temor a su
cólera. Después lloró escuchando la pasión. ¿Por qué le habían
crucificado, a Él que amaba a los niños, alimentaba a las multitudes,
curaba a los ciegos y había querido, por bondad, nacer en medio de los
pobres, sobre el estiércol de un establo? En su vida se encontraban las
sementeras, las cosechas, los lagares, todas esas cosas familiares de
que habla el Evangelio; el paso de Dios las había santificado; y amó
más tiernamente a los corderos por amor del Cordero, a las palomas
por el Espíritu Santo.
Le costaba trabajo imaginar su persona; pues no era sólo pájaro,
sino también una llama, y otras veces un hálito. Acaso es su luz lo que
revolotea por la noche en las orillas de las charcas, su aliento lo que
empuja a las nubes, su voz lo que hace armoniosas las campanas; y
permanecía en adoración, gozando del frescor de las paredes y de la
calma de la iglesia.
En cuanto a los dogmas, no entendía nada, ni siquiera intentó
entender. El cura hablaba, los niños recitaban, Felicidad acababa por
dormirse; y se despertaba de pronto, cuando los niños se iban
repiqueteando con los zuecos sobre las losas.
De esta manera, a fuerza de oírlo, aprendió el catecismo, pues
no había tenido en la niñez una instrucción religiosa; y desde entonces
imitó todas las prácticas de Virginia, ayunando como ella,
confesándose cuando ella. Para el día del Corpus, hicieron un
monumento.
La primera comunión la atormentaba de antemano. Se azacaneó
para los zapatos, para el rosario, para el libro, para los guantes. ¡Con
qué temblor ayudó a la madre a vestirla!
Durante toda la misa sintió una especie de angustia. Monsieur
Bourais le impedía ver una parte del coro; pero, justamente enfrente,
el rebaño de las vírgenes con sus coronas blancas encima de los velos
echados sobre la cara formaba como un campo de nieve. Y Felicidad
reconocía de lejos a su querida pequeña por el cuello más bonito y el
continente más recogido. Sonó la campanilla. Se inclinaron las
cabezas; y hubo un silencio. Cuando el órgano rompió a tocar, los
chantres y la multitud entonaron el Agnus Dei; luego comenzó el
desfile de los niños; y, después de ellos, se levantaron las niñas. Paso a
paso, juntas las manos, se dirigían al altar todo iluminado, se
arrodillaban en el primer escalón, recibían la hostia sucesivamente, y
en el mismo orden volvían a sus reclinatorios. Cuando le llegó el turno
a Virginia, Felicidad se inclinó para verla; y, con la imaginación que
dan los verdaderos amores, le pareció que ella misma era aquella niña;
su cara era la de ella, su vestido la vestía a ella, su corazón latía en su
propio pecho; en el momento en que la niña abrió la boca, cerrando
los párpados, Felicidad estuvo a punto de desmayarse.
Al día siguiente, temprano, se presentó en la sacristía para que el
señor cura le diera la comunión. La recibió devotamente, pero no
gustó las mismas delicias.
Madame Aubain quería que su hija fuera una señorita muy
cumplida; y como Gullot no podía enseñarle inglés ni música, decidió
ponerla interna en las ursulinas de Honfleur.
La niña se avino sin dificultad. Felicidad suspiraba, encontrando
insensible a la señora. Después pensó que a lo mejor su ama tenía
razón. Estas cosas rebasaban sus luces.
Por fin, un día paró a la puerta un carruaje y se bajó de él una
monja que iba a buscar a la señorita. Felicidad subió el equipaje a la
imperial, hizo recomendaciones al cochero y puso en el baúl seis
tarros de mermelada y una docena de peras, junto con un ramillete de
violetas.
En el último momento, Virginia se echó a llorar a lágrima viva;
se abrazaba a su madre, que la besaba en la frente repitiendo:
«¡Vamos, sé valiente, sé valiente!». Levantóse el estribo y el coche se
puso en marcha.
Entonces la entereza de madame Aubain flaqueó; y aquella
noche se presentaron para consolarla todos sus amigos, el matrimonio Lormeau, madame Lechaptois, las niñas Rochefeuille, monsieur de
Hotippeville y Bourais.
Al principio, la privación de su hija le fue muy penosa. Pero tres
veces por semana recibía carta suya, los otros días le escribía ella,
paseaba por el jardín, leía un poco, y de este modo llenaba el vacío de
las horas.
Por la mañana, Felicidad entraba por costumbre en el cuarto de
Virginia y contemplaba las paredes. Le daba pena no tener ya que
peinarla, atarle los cordones de las botas, arroparla en la cama. Y no
estar viendo siempre su linda cara, no llevarla de la mano cuando
salían juntas. Probó a llenar el tiempo haciendo encaje. Sus dedos,
demasiado torpes, rompían los hilos; no entendía nada, había perdido
el sueño, estaba -tal era su palabra- «minada». Por «distraerse», pidió
permiso para recibir a su sobrino Víctor.
Llegaba los domingos después de misa, colorados los carrillos,
desnudo el pecho, y oliendo al campo que había atravesado. Felicidad
se apresuraba a ponerle la mesa. Almorzaban uno frente a otro, y,
comiendo ella lo menos posible por ahorrar gasto, le atiborraba tanto
de comida que el muchacho acababa por dormirse. A la primera
campanada del toque a vísperas, le despertaba, le cepillaba el
pantalón, le hacía el lazo de la corbata y se iba a la iglesia apoyada en
el brazo del sobrino con un orgullo maternal.
Los padres le encargaban siempre que se llevara algo, un
paquete de azúcar terciada, jabón, aguardiente, a veces hasta dinero.
Le llevaba sus pingos a la tía para que se los remendara, y Felicidad
aceptaba esta tarea contenta porque aquello le obligaba a volver.
En agosto, el padre le embarcó en el cabotaje.
Era tiempo de vacaciones. La llegada de los niños la consoló.
Pero Pablo se estaba volviendo caprichoso y Virginia ya no tenía edad
para tutearla, lo que determinaba una situación violenta, una barrera
entre ellas.
Víctor navegó sucesivamente a Morlaix, a Dunkerque y a
Brighton; de cada viaje le traía un regalo. La primera vez fue una caja
de conchas; la segunda, una taza de café; la tercera, un gran pain
d’épice en forma de hombre. Iba siendo un guapo mozo, buen tipo, un
poco de bigote, bonitos ojos francos, y una gorra de cuero echada
hacia atrás como un piloto. La entretenía contándole historias con
términos marineros.
Un lunes, 14 de julio de 1819 (Felicidad no olvidó la fecha),
Víctor le dijo que se había enrolado para travesías largas, y que, a los dos días, se iría en el barco de línea de Honfleur, para embarcar en su
goleta, que zarparía pronto de Le Havre. Quizá tardaría dos años en
volver.
La perspectiva de tan larga ausencia puso muy triste a Felicidad;
y para despedirse de él otra vez, el miércoles por la noche, después de
cenar con la señora, calzó los zuecos y se tragó las cuatro leguas que
separan Pont-l’Evéque de Honfleur.
Cuando llegó al Calvario, en vez de tomar a la izquierda tomó a
la derecha, se perdió en unas obras, volvió sobre sus pasos; unas
personas a quienes preguntó le dijeron que se diera prisa. Bordeó la
dársena llena de barcos, tropezaba con las amarras; después el terreno
fue bajando, se entrecruzaron luces, y Felicidad se creyó loca porque
veía caballos en el cielo.
En el borde del muelle relinchaban otros, asustados por el mar.
Un polipasto los levantaba del muelle y los bajaba a un barco, donde
se tropezaban unos viajeros entre barriles de sidra, cestos de quesos,
sacos de cereales; se oía cacarear gallinas, el capitán juraba, y un
grumete permanecía de codos en la serviola, indiferente a todo
aquello. Felicidad, que no le había reconocido, gritaba: «¡Víctor!»; el
grumete levantó la cabeza; cuando Felicidad se lanzaba hacia él,
retiraron de pronto la pasarela.
El barco, que unas mujeres remolcaban cantando, salió del
puerto. Crujían las cuadernas, lentas olas le azotaban la proa. La vela
había girado, ya no se veía a nadie; y ponía sobre el mar plateado por
la luna una mancha negra que iba palideciendo, hasta que se hundió en
el horizonte.
Al pasar por el Calvario, Felicidad quiso encomendar a Dios a lo
que más quería; y rezó mucho tiempo, de pie, llena de lágrimas la
cara, los ojos mirando a las nubes. La ciudad dormía, rondaban unos
aduaneros; y por las bocas de la esclusa caía sin parar el agua, con un
ruido de torrente. Dieron las dos.
El locutorio no se abría antes de amanecer. Seguro que si volvía
tarde se enfadaría la señora; y, a pesar de su deseo de dar un beso a la
otra niña, Felicidad no esperó. Cuando entraba en Pont-l’Evéque, se
despertaban las mozas de la fonda.
¡De modo que el pobre chiquillo iba a pasar meses corriendo el
mundo sobre las olas! Sus anteriores viajes no la habían asustado. De
Inglaterra y de Bretaña se volvía; pero América, las Colonias, las
Islas, todo eso estaba allá perdido Dios sabe dónde, en el fin del
mundo.
Y Felicidad ya no pensó más que en su sobrino. Los días de sol,
la atormentaba la sed; cuando había tormenta, temía por él al rayo. Al
oír el viento que zumbaba en la chimenea y se llevaba las pizarras, le
veía azotado por aquella misma tempestad, en la punta de un mástil
partido, todo el cuerpo hacia atrás, bajo una sábana de espuma; o bien
-recuerdo de la geografía en estampas- se lo comían los salvajes, se lo
llevaban los monos a un bosque, se moría caminando a través de una
playa desierta. Y Felicidad no hablaba nunca de sus preocupaciones.
Madame Aubain tenía otras por su hija.
Las buenas de las monjas decían que era cariñosa, pero
delicaducha. La menor emoción la perturbaba. Hubo que abandonar el
piano.
Su madre exigía al convento una correspondencia fija. Una
mañana que el cartero no llegaba, madame Aubain se impacientó; se
paseaba por la sala, de la butaca a la ventana. ¡Era verdaderamente
extraordinario! ¡Cuatro días sin noticias!
Para que se consolara con su ejemplo, Felicidad le dijo:
-Pues yo, señora, hace seis meses que no tengo carta...
-¿De quién?
La criada contestó despacio:
-Pues... de mi sobrino.
-¡Ah, tu sobrino! -y madame Aubain, encogiéndose de hombros,
reanudó su paseo, lo que quería decir: «¡Ni me acordaba de él!...
Además, a mí qué me importa. Un grumete, un zarramplín, ¡vaya una
cosa!... Mientras que mi hija... ¡qué ocurrencia! ... ».
Felicidad, aunque de crianza rústica, se indignó contra la señora,
luego olvidó.
Le parecía muy natural perder la cabeza por causa de la
pequeña.
Los dos niños tenían la misma importancia; los unía en su
corazón, y su destino tenía que ser el mismo. El boticario le dijo que el barco de Víctor había llegado a La
Habana. Él lo había leído en un periódico. Por los cigarros puros, Felicidad se figuraba que La Habana era
un país donde no se hacía otra cosa que fumar, y que Víctor circulaba
entre negros en una nube de humo de tabaco.
¿Se podía «en caso de apuro» regresar por tierra? ¿A qué
distancia estaba de Pont-l'Evéque? Para saberlo, preguntó a monsieur
Bourais.
El hombre alcanzó su atlas, después se metió en explicaciones
sobre las longitudes; y tenía una sonrisa bondadosa, de maestro, ante
el pasmo de Felicidad. Por último, con su lapicero, señaló en los picos
de una mancha ovalada un punto negro, imperceptible, añadiendo:
«Aquí está». Felicidad se inclinó sobre el mapa; aquella red de líneas
de colores le cansaba la vista y no le decía nada; y como Bourais la
invitara a decir cuál era su perplejidad, Felicidad le pidió que le
señalara la casa donde estaba Víctor. Bourais levantó los brazos,
estornudó, se rió muchísimo; semejante candor suscitaba su
jovialidad; y Felicidad no entendía el motivo, ella que esperaba quizá
ver hasta el retrato de su sobrino, pues así de limitada era su
inteligencia.
Pasados quince días, a la hora del mercado, como de costumbre
entró Liébard en la cocina y le entregó una carta que mandaba el
cuñado. Como ninguno de los dos sabía leer, Felicidad recurrió a su
señora.
Madame Aubain, que estaba contando los puntos de una labor
de aguja, la posó a su lado, abrió la carta, se estremeció y, en voz baja,
con una mirada profunda:
-Es una desgracia... que te comunican.
Tu sobrino...
Había muerto. La carta no decía más.
Felicidad se derrumbó sobre una silla, apoyando la cabeza en la
pared, y cerró los párpados, que se le pusieron de pronto color de rosa.
Después, inclinada la frente, las manos colgando, fijos los ojos, repetía
a intervalos:
¡Pobre chiquillo! ¡Pobre chiquillo!
Liébard la contemplaba suspirando.Madame Aubain temblaba
un poco.
Le propuso ir a Trouville a ver a su hermana.
Felicidad contestó, con un gesto, que para qué.
Hubo un silencio. El bueno de Liébard juzgó conveniente
retirarse.
Entonces Felicidad dijo:
-¡A ellos qué les importa!
Volvió a bajar la cabeza y de vez en cuando, maquinalmente,
levantaba las largas agujas sobre el costurero.
Pasaron al patio unas mujeres con unas angarillas de las que
goteaba un montón de ropa que acababan de lavar.