La Sirenita - Hans Christian Andersen

LA SIRENITA

Hans Christian Andersen




En lo más profundo del océano, se levantaba el alacio del rey del Mar. Todo de coral y ámbar, Allí vivía el rey en compañía de su madre y sus seis hijas, seis hermosas sienitas que llenaban el palacio con sus voces musicales y sus risas. Amaban todo lo que las rodeaba y gustaban de abrir las ventanas ara que entraran los peces, a los que daban de comer de la mano, tal como hacen las niñas de la tierra con las aves.

Había algo que a las princesitas les agradaba por sobre todas las cosas, y era contemplar los resplandores de luz que llegaban desde lo alto. Sobre todo, la más pequeña soñaba con ir arriba y ver la tierra y conocer a sus habitantes.

Hacía ya un tiempo que tenía un secreto. Entre los restos de un naufragio, haba llegado al fondo del mar una estatua de mármol, la figura de un niño de largas piernas y bello rostro al que la princesita adoraba. Solía sentarse junto a él y conversarle como si fuera un amigo. Ella sabía que así eran los seres que poblaban la tierra, y esperaba con impaciencia el momento de conocerlos.

Ése habría de llegar porque, según la costumbre de la casa real del mar, al cumplir los quince años, las sirenas princesas subían a la superficie para conocer el extraño mundo de los hombres. Faltaba aún mucho tiempo para eso, ella era muy pequeña, pero soñaba y esperaba contemplando a su bello amigo.

Cuando la mayor de las princesas cumplió quince años y realizó su viaje, volvió contando cosas maravillosas: la ciudad con sus altas torres y campanarios, carruajes, voces y músicas alegres. Todo le había parecido algo así como un sueño fantástico. Al año siguiente, llegó su turno a la segunda hermana. Ella surgió del mar al atardecer, y jamás sus ojos habían contemplado nada tan hermosos como aquella fiesta de oros y rojos en el cielo.

La tercera era una jovencita audaz y decidida. Se deslizo entre las olas del mar cuando estuvo en a superficie y se internó en un río que corría entre costas risueñas. Desde allí contempló bosques y colinas y vio una playa donde un grupo de niños se bañaba alegremente. La cuarta hermana era tímida. Subió con temor y apenas si asomó la cabeza por encima de las aguas. Pero dijo que había visto el cielo, que parecía una inmensa campana de cristal celeste, y la superficie serena del mar, sobre la que se deslizaban embarcaciones con velas blancas como gaviotas.

Cuando subió la quinta sirena era invierno, y sobre las aguas de esmeralda flotaban grandes témpanos de hielo que brillaban como diamantes. La princesa trepó a uno de ellos y se dejó llevar.

A todas les gustó la tierra, pero no volvieron a pensar en ella, felices en su palacio de coral y ámbar. Sólo la sirenita siguió soñando con todo cuanto sus hermanas habían contado.

Por fin llegó su turno. Cuando se asomo sobre las olas, era el atardecer y vio pasar un barco iluminado. Estaban de fiesta, quemando fuegos artificiales, y a la sirenita le pareció que todas las estrellas del cielo caían sobre su cabeza. A bordo de aquel barco viajaba un príncipe. Celebraban su cumpleaños y cuando subió a cubierta para descansar, la sirenita lo vio tan hermoso que le recordó enseguida la estatua de mármol.

Nadó tras la embarcación, pero a la noche estalló una violenta tormenta. Toda la furia del mar se lanzó contra el barco hasta destrozarlo. Los tripulantes se perdieron en el océano. Ella busco al príncipe y lo vio nadar, desesperado de cansancio, contra las altas olas; corrió en su auxilio y consiguió llevarlo, ya desvanecido, hasta la playa, donde lo tendió sobre la arena.

Amanecía ya. Cercano al lugar, y oculto entre los árboles, se levantaba un convento. Un tañido de campanas llegó desde allí, y poco después la sirena vio avanzar por el camino un grupo de muchachas vestidas de blanco. Temiendo ser vista, huyó ligera a esconderse tras las rocas, desde donde se quedó contemplando al príncipe.

Una de las jóvenes vio el cuerpo tendido en la playa y corrió hacia él, llamando a las otras. Se arrodilló junto al príncipe y le habló. Cuando el joven abrió los ojos, sonrió a la que supuso era su salvadora y levantándose rápidamente se alejo con el alegre grupo hasta el convento donde ellas vivían. La sirenita quedó sola y muy triste. Para ella no había habido ni una sonrisa ni una palabra de agradecimiento. Regresó al fondo del mar, y desde ese día vivió muy melancólica, sin cesar de hacer preguntas a su abuela acerca de los seres que habitan en la tierra.

Un día contó a sus hermanas y a algunas amigas su aventura y su dolor. Ellas la consolaron y una de las sirenas dijo haber visto también una vez al príncipe en su palacio que se levantaba junto al mar. La sirenita quiso verlo, y algunas veces subieron juntas para contemplar desde lejos las escalinatas de mármol que las olas mojaban con su espuma.

La abuela penaba al verla tan triste y un día le hablo así:
- Las sirenas podemos vivir hasta trescientos años, y al morir nos transformamos en espuma que flota sobre el mar. Los hombres, en cambio, tienen alma y cuando mueren suben al cielo a lugares que no conoceremos jamás.
La sirena deseó entonces tener un alma, y la abuela le dijo que sólo podría conseguirla casándose con un ser de la tierra que se enamorara de ella.
- Pero ningún hombre se enamorará de tu, pequeña. Tú eres muy hermosa para el mar, pero en la tierra, tu cola de escamas parece borrosa.

Esa noche, la princesa, silenciosamente, abandonó el palacio y se fue en busca de la bruja del mar para pedirle que transformara su larga cola de escamas en un par de piernas. Pero la bruja, curiosa, quiso saber el motivo de aquel deseo, y cuando lo supo, se echó a reír, diciendo:
- Sí, sí, tendrás alma si conquistas el amor del príncipe; pero si él no te quiere y se casa con otra, tu corazón se partirá y te convertirás en espuma. Si insistes, te daré un brebaje, pero en cambio debes darme tu voz.

La princesa lo aceptó todo. La bruja preparó el brebaje y se lo entregó a la niña, que se alejó no sin antes entregarle su voz. Subió a la superficie, hermosa y muda. A la luz de la luna vio la escalinata de mármol del palacio del príncipe y hasta allí nadó. Se tendió en un primer escalón y bebió la mezcla. Fue tan intenso el dolor que sintió, que cayó desmayada.

Así la encontró el príncipe esa mañana, y se acercó a socorrerla. Le pareció tan encantadora aquella extraña niña solitaria y sin voz, que la llevó consigo.
Desde entonces, la sirenita quedó en el palacio, nadie la igualaba en gracia y hermosura cuando bailaba, cuando cabalgaba por el bosque, cuando caminaba por el parque junto al príncipe, que le había tomado cariño y se complacía con su compañía. Él le hablaba de sus esperanzas y ella lo escuchaba en silencio.
 - Sueño - le dijo él un día - con volver a encontrar a una joven que hace tiempo me salvó la vida. Estuve a punto de morir ahogado, y si no hubiera sido por ella  no estaría yo aquí ahora.

Sus padres querían que se casara, pero él se había negado siempre en espera de hallar a su linda salvadora. Sin embargo, ya no podía demorar más su boda y había consentido. Pronto llegaría la princesa de un país vecino con la cual debía unirse en matrimonio.

El día de su arribo, la sirenita y el príncipe salieron a su encuentro. ¡Cuán feliz se sintió el joven! Porque la novia no era otra que la hermosa joven del convento.

La fastuosa boda se celebró poco después, y teminada la fiesta, los novios partieron en una gallarda nave que, a toda vela, se internó en el  mar. La sirenita iba también a bordo. . Ardientes lagrimas corrían por sus mejillas, porque sabía que su sueño terminaba allí. Al día siguiente estaría convertida en espuma.

De pronto sintió que la llamaban y vio asomar a sus hermanas, hermosas como siempre, pero sin sus largas cabelleras.
- Se las entregamos a la bruja del mar - explicaron-, a cambio de poder venir a ayudarte. Nos ha dado este puñal . Clávalo en el corazón del príncipe; entonces cuando él muera, volverás a tener tu cola de sirena y bajarás con nosotras al fondo del mar.

Tras esto, desaparecieron. La sirenita corrió la roja cortina de terciopelo que cerraba el lecho del príncipe y lo contempló dormido . Lo besó en la frente, y luego retrocedió hasta la borda, desde donde tiró el cuchillo al mar. Y mirando por ultima vez el sol naciente, se arrojó también, sintiendo que se deshacía en espuma. Pero vivían aún, y de pronto se vio rodeada por un grupo de bellas jóvenes, como gasas, que le tendían los brazos. Eran las hijas del aire, que compadecidas por todo cuanto había penado la sirenita por lograr un alma, venían en su ayuda. Ellas podían conseguir un alma al cabo de trescientos años de hacer el bien con amor y alegría.
- Y cuando encontramos un niño bueno y sonreímos, nos descuentan un año, pero por cada niño malo que nos apena, nos aumentan uno - añadieron.

Y la sirenita se perdió en el aire con las jóvenes, en busca de su alma.


Cuentos de Andersen
Adaptacion Julia Daroqui
Ilustración Santos MArtinez Koch
Editoral Sigmar - Buenos Aires - 1980

 


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