La cámara oscura - Angélica Gorodischer




Ahora resulta que mi abuela Gertrudis es un personaje y que en esta casa no se puede hablar mal de ella. Así que como yo siempre hablé mal de ella y toda mi familia también, lo que he tenido que hacer es callarme y no decir nada, ni nombrarla siquiera. Hágame el favor, quién entiende a las mujeres. Y eso que yo no me puedo quejar: mi Jaia es de lo mejorcito que hay. Al lado de ella yo soy bien poca cosa; no hay más que verla, como que en la colectividad todo el mundo la empezó a mirar con ganas en cuanto cumplió los quince, tan rubia y con esos ojos y esos modos y la manera que tiene de levantar la cabeza, que no hubo shotjen que no pensara en casarla bien, pero muy bien, por lo menos con uno de los hijos del viejo Saposnik el de los repuestos para automotores, y para los dieciséis ya la tenían loca a mi suegra con ofrecimientos y que esto y que lo otro y que tenía que apuntar bien alto. Y esa misma Jaia, que se casó conmigo y no con uno de esos ricachones aunque a mí, francamente, tan mal no me va, ella, que a los treinta es más linda que a los quince y que ni se nota que ya tiene dos hijos grandes, Duvedl y Batía, tan parecidos a ella pero que eso sí, sacaron mis ojos negros, esa misma Jaia que siempre es tan dulce y suave, se puso hecha una fiera cuando yo dije que la foto de mi abuela Gertrudis no tenía por qué estar encima del estante de la chimenea en un marco dorado con adornos que le debe haber costado sus buenos pesos, que no me diga que no. Y esa foto, justamente ésa.

—Que no se vuelva a hablar del asunto —me dijo Jaia cuando yo le dije que la sacara—, ni se te ocurra. Yo puse la foto ahí y ahí se queda.

—Bueno, está bien—dije yo—, pero por lo menos no esa foto.

—Y qué otra vamos a ver, ¿eh? —dijo ella—. Si fue la única que se sacó en su vida.

—Menos mal —dije yo—, ¡zi is gevein tzi miss!

Ni acordarme quiero de lo que dijo ella.
Pero es cierto que era fea mi abuela Gertrudis, fea con ganas, chiquita, flaca, negra, chueca, bizca, con unos anteojos redondos de armazón de metal ennegrecido que tenían una patilla rota y arreglada con unas vueltas de piolín y un nudo, siempre vestida de negro desde el pañuelo en la cabeza hasta las zapatillas. En cambio mi abuelo León, tan buen mozo, tan grandote, con esos bigotazos de rey y vestido como un señor que parece que llena toda la foto y los ojos que le brillan como dos faroles. Apenas si se la ve a mi abuela al lado de él, eso es una ventaja. Para colmo estaban alrededor todos los hijos que también eran grandotes y buenos mozos, los seis varones y las dos mujeres: mis tíos Aarón, Jaime, Abraham, Salo e Isidoro; y Samuel, mi padre, que era el más chico de los varones. Y mis tías Sara y Raquel están sentadas en el suelo cerca de mi abuelo. Y atrás se ven los árboles y un pedazo de la casa.

Es una foto bien grande, en cartulina gruesa, medio de color marrón como eran entonces, así que bien caro le debe haber salido el marco dorado con adornos y no es que yo me fije en esas cosas: Jaia sabe que puede darse sus gustos y que yo nunca le he hecho faltar nada ni a ella ni a mis hijos, y que mientras yo pueda van a tener de todo y no van a ser menos que otros, faltaba más.
Por eso me duele esto de la foto sobre el estante de mármol de la chimenea pero claro que mucho no puedo protestar porque la culpa es mía y nada más que mía por andar hablando demasiado. Y por qué no va a poder un hombre contarle a su mujer cosas de su familia, vamos a ver; casi diría que ella tiene derecho a saber todo lo que uno sabe. Y sin embargo cuando le conté a Jaia lo que había hecho mi abuela Gertrudis, medio en broma medio en serio, quiero decir que un poco divertido corno para quitarle importancia a la tragedia y un poco indignado como para demostrar que yo sé que lo que es justo es justo y que no he sacado las malas inclinaciones de mi abuela, cuando se lo conté una noche de verano en la que volvíamos de un cine con refrigeración y habíamos comprado helados y los estábamos comiendo en la cocina los dos solos porque los chicos dormían, ella dejó de comer y cuando terminé golpeó con la cuchara en la mesa y me dijo que no lo podía creer.

—Pero es cierto —dije yo—, claro que es cierto. Pasó nomás como te lo conté.

—Ya sé —dijo Jaia y se levantó y se paró a mi lado con los brazos cruzados y mirándome enojada—, ya sé que pasó así, no lo vas a haber inventado vos. Lo que no puedo creer es que seas tan desalmado como para reírte de ella y decir que fue una mala mujer.

—Pero Jaia —alcancé a decir.

—Qué pero Jaia ni qué nada —me gritó—. Menos mal que no me enteré de eso antes de que nos casáramos. Menos mal para vos, porque para mí es una desgracia venir a enterarme a esta altura de mi vida de que estoy casada con un bruto sin sentimientos.

Yo no entendía nada y ella se fue dando un portazo y me dejó solo en la cocina, solo y pensando en qué sería lo que había dicho yo que la había puesto tan furiosa. Fui hasta la puerta pero cambié de idea y me volví. Hace diez años que estamos casados y la conozco muy bien aunque pocas veces la había visto tan enojada. Mejor dejar que se tranquilizara. Me comí lo que quedaba de mi helado y el otro casi entero que había dejado Jaia, guardé en el congelador los que habíamos traído para los chicos, le pasé el repasador a la mesa y dejé los platos en la pileta. Me fijé que la puerta y la ventana que dan al patio estuvieran bien cerradas, apagué la luz y me fui a acostar. Jaia dormía o se hacía la que dormía. Me acosté y miré el techo que se veía gris con la luz que entraba por la ventana abierta. La toqué apenas:

—Jaia —le dije—, mein taier medíale —como cuando éramos novios.

Nada. Ni se movió ni me contestó ni respiró más fuerte ni nada. Está bien, pensé, si no quiere no quiere, ya se le va a pasar. Puse la mano en su lugar y cerré los ojos. Estaba medio dormido cuando voy y miro el techo otra vez porque me había parecido que la oía llorar. Pero debo haberme equivocado, no era para tanto. Me dormí de veras y a la mañana siguiente era como si no hubiera pasado nada.
Pero ese día cuando vuelvo del negocio casi de noche, cansado y con hambre, qué veo. Eso, el retrato de mi abuela Gertrudis en su marco dorado con adornos encima de la chimenea.

—¿De dónde sacaste eso? —le dije señalándoselo con el dedo.

—Estaba en la parte de arriba del placard del pasillo —me dijo ella con una gran sonrisa—, con todas las fotos de cuando eras chico que me regaló tu madre.

—Ah, no —dije yo y alargué las manos como para sacarlo de ahí.

—Te advierto una cosa, Isaac Rosemberg —me dijo muy despacio y yo me di cuenta de que iba en serio porque ella siempre me dice Chaqui como me dicen todos y cuando me dice Isaac es que no está muy contenta y nunca me ha dicho con el apellido antes salvo una vez—, te advierto que si sacas esa foto de ahí yo me voy de casa y me llevo a los chicos.

Lo decía de veras, yo la conozco. Sé que lo decía de veras porque aquella otra vez que me había llamado por mi nombre y mi apellido también me había amenazado con irse, hacía mucho de eso y no teníamos los chicos y para decir la verdad las cosas no habían sido como ella creyó que habían sido pero mejor no hablar de ese asunto. Yo bajé las manos y las metí en los bolsillos y pensé que era un capricho y que bueno, que hiciera lo que quisiera, que yo ya iba a tratar de convencerla de a poco. Pero no la convencí; no la convencí nunca y la foto sigue ahí. A Jaia se le pasó el enojo y dijo bueno vamos a comer que hice kuguel de arroz.
Lo hace con la receta de mi suegra y ella sabe que me gusta como para comerme tres platos y yo sé que ella sabe y ella sabe que yo sé que ella sabe, por algo lo había hecho ese día. Me comí nomás tres platos pero no podía dejar de pensar en por qué Jaia se había puesto así, por qué quería tener la foto encima de la chimenea y qué tenía mi abuela Gertrudis para que se armara en mi casa tanto lío por ella.
Nada, no tenía nada, ni nombre tenía, un buen y honesto nombre judío, Sure o Surke, como las abuelas de los demás, no señor: Gertrudis. Es que no hizo nunca nada bien ni a tiempo, ni siquiera nacer, como que mis bisabuelos venían en barco con tres hijos y mi bisabuela embarazada. De Rusia venían, pero habían salido de Alemania para Buenos Aires en el «Madrid» y cuando el barco atracó, en ese mismo momento a mi bisabuela le empezaron los dolores del parto y ya creían que mi abuela iba a nacer en cubierta entre los baúles y los canastos y los paquetes y la gente que iba y venía, aunque todavía no sabían que lo que iba a nacer era una chica. Pero mi bisabuelo y los hijos tuvieron que ir a tierra porque ya iban pasando casi todos, y mi bisabuela quedó allá arriba retorciéndose y viendo a su familia ya en tierra argentina y entonces pensó que lo mejor era que ella también bajara y su hijo fuera argentino. Despacito, de a poco, agarrándose de la baranda y con un marinero que la ayudaba, fue bajando. Y en medio de la planchada ¿qué pasa? Sí, justamente en medio de la planchada nació mi abuela. Mi bisabuela se dejó caer sobre los maderos y allí mismo, con la ayuda del marinero alemán que gritaba algo que nadie entendía salvo los otros marineros alemanes, y de una mujer que subió corriendo, llegó al mundo el último hijo de mi bisabuela, mi abuela Gertrudis.

De entrada nomás ya hubo lío con ella. Mi abuela ¿era argentina o era alemana? Yo creo que ni a la Argentina ni a Alemania les importaba un pito la nacionalidad de mi abuela, pero los empleados de inmigración estaban llenos de reglamentos que no decían nada sobre un caso parecido y no sabían qué hacer. Aparte de que parece que mi bisabuela se las traía y a pesar de estar recién parida empezó a los alaridos que su hija era argentina como si alguien entendiera lo que gritaba y como si con eso le estuviera haciendo un regalo al país al que acababa de llegar, y qué regalo.
Al final fue argentina, no sé quién lo resolvió ni cómo, probablemente algún empleado que estaba apurado por irse a almorzar, y la anotaron en el puerto como argentina llegada de Alemania aunque no había salido nunca de acá para allá, y otro lío hubo cuando le preguntaron a mi bisabuelo el nombre. Habían pensado en llamarlo Ichiel si era varón, pero con los apurones del viaje no se les había ocurrido que podía ser una chica y que una chica también necesita un nombre. Mi bisabuelo miró a su mujer que parece que era lo que hacía siempre que había que tomar una decisión, pero a ella se le habían terminado las energías con los dolores, los pujos, la bajada por la planchada y los alaridos sobre la nacionalidad de su hija que a todo esto berreaba sobre un mostrador envuelta en un saco del padre.

—Póngale Gertrudis, señor, es un lindo nombre —dijo el empleado de inmigración.

—¿Cómo? —dijo mi bisabuelo, claro que en ruso.

—Mi novia se llama Gertrudis —dijo el tipo.

Mi bisabuelo supo recién después, al salir del puerto con la familia, el equipaje y la recién nacida, lo que el empleado había dicho, porque se lo tra-dujo Naum Waisman que había ido a buscarlos con los dos hijos y el carro, pero para entonces mi abuela ya se llamaba Gertrudis.

—Sí, sí —dijo mi bisabuelo medio aturdido.

—Gertrudis, ¿entiende? Es un lindo nombre —dijo el empleado.

—Gertrudis —dijo mi bisabuelo como pudo y pronunciando mal las erres y así le quedó porque así la anotaron en el puerto.

De los otros líos, los que vinieron después con el registro civil y la partida de nacimiento, más vale no hablar. Eso sí, por un tiempo todo estuvo tranquilo y no pasó nada más. Es decir, sí pasó, pero mi abuela no tuvo nada que ver.
Pasó que estuvieron un mes en lo de Naum hasta aclimatarse, y que después se fueron al campo. Allí mi bisabuelo trabajó como tantero pero en pocos años se compró la chacra y la hizo progresar, al principio trabajando de sol a sol toda la familia y después ya más aliviado y con peones; y todo anduvo bien, tan bien que compró unas cuantas hectáreas más hasta que llegó a tener una buena propiedad.
Para entonces mi abuela Gertrudis tenía quince años y ya era horrible. Bizca había sido desde que nació en la planchada del barco alemán, pero ahora era esmirriada y chueca y parecía muda, tan poco era lo que hablaba. Mi bisabuelo tenía un montón de amigos en los campos vecinos y en el pueblo adonde iban todos los viernes a la mañana a quedarse hasta el sábado a la noche en lo de un primo hermano de mi bisabuelo. Pero ni él ni su mujer tenían muchas esperanzas de casar a esa hija fea y antipática. Hasta que apareció mi abuelo León como una bendición del cielo.
Mi abuelo León no había nacido en la planchada de un barco, ni alemán ni de ninguna otra nacionalidad. Había nacido como se debe, en su casa o mejor dicho en la de sus padres, y desde ese momento hizo siempre lo que debía y cuando debía, por eso todo el mundo lo quería y lo respetaba y nadie se rio de él y nadie pensó que era una desgracia para la familia.
Era viudo y sin hijos cuando apareció por lo de mis bisabuelos, viudo de Ruth Bucman que había muerto hacía un año. Parece que a mi bisabuela ya le habían avisado de qué se trataba porque lavó y peinó y perfumó a su hija y le recomendó que no hablara aunque eso no hacía falta, y que mirara siempre al suelo para que no se le notara la bizquera que eso era útil pero tampoco hacía falta, y para que de paso se viera que era una niña inocente y tímida.
Y así fue como mi abuelo León se casó con mi abuela Gertrudis, no a pesar de que fuera tan fea sino precisamente porque era tan fea. Dicen que Ruth Bucman era la muchacha más linda de toda la colectividad, de toda la provincia, de todo el país y de toda América. Dicen que era pelirroja y tenía unos ojos verdes almendrados y una boca como el pecado y la piel muy blanca y las manos largas y finas; y dicen que ella y mi abuelo León hacían una pareja como para darse vuelta en la calle y quedarse mirándolos. También dicen que ella tenía un genio endemoniado y que les hizo la vida imposible a su padre, a su madre, a sus hermanos, a sus cuñadas, a sus sobrinos, a sus vecinos y a todo el pueblo. Y a mi abuelo León mientras estuvo casada con él.
Para colmo no tuvo hijos: ni uno solo fue capaz de darle a su marido, a lo mejor nada más que para hacerlo quedar mal, porque hasta ahí parece que llegaba el veneno de esa mujer. Cuando murió, mi abuelo largó un suspiro de alivio, durmió dos días seguidos, y cuando despertó se dedicó a descansar, a ponerse brillantina en el bigote y a irse a caballo todos los días al pueblo a visitar a los amigos que Ruth había ido alejando de la casa a fuerza de gritos y de malos modos.
Pero eso no podía seguir así por mucho tiempo: mi abuelo León era todo un hombre y no estaba hecho para estar solo toda la vida, aparte de que la casa se estaba viniendo abajo y necesitaba la mano de una mujer y el campo se veía casi abandonado y algunos habían empezado a echarle el ojo calcu-lando que mi abuelo lo iba a vender casi por nada. Fue por eso que un año después del velorio de su mujer mi abuelo decidió casarse y acordándose del infierno por el que había pasado con Ruth, decidió casarse con la más fea que encontrara. Y se casó con mi abuela Gertrudis.

La fiesta duró tres días y tres noches en la chacra de mi bisabuelo. Los músicos se turnaban en el galpón grande y las mujeres no daban abasto en la cocina de la casa, en la de los peones y en dos o tres fogones y hornos que se habían improvisado al aire libre. Mis bisabuelos tiraron la casa por la ventana con gusto. Hay que ver que no era para menos, si habían conseguido sacarse de encima semejante clavo y casarla con el mejor candidato en cien leguas a la redonda.
Mi abuela no estuvo los tres días y las tres noches en la fiesta. Al día siguiente nomás de la ceremonia ya empezó a trabajar para poner en orden la casa de su marido y a los nueve meses nació mi tío Aarón y un año después nació mi tío Jaime y once meses después nació mi tío Abraham y así. Pero ella no paró nunca de trabajar. Hay que ver las cosas que contaba mi tía Raquel de cómo se levantaba antes de que amaneciera y preparaba la comida para todo el día, limpiaba la casa y salía a trabajar en el campo; y de cómo cosía de noche mientras todos dormían y les hacía las camisas y las bombachas y hasta la ropa interior a los hijos y al marido y los vestidos a las hijas y las sábanas y los manteles y toda la ropa de la casa; y de los dulces y las confituras que preparaba para el invierno, y de cómo sabía manejar a los animales, enfardar, embolsar y ayudar a cargar los carros. Y todo eso sin hablar una palabra, siempre callada, siempre mirando al suelo para que no se le notara la bizquera. Hay que reconocer que le alivió el trabajo a mi abuelo León, chiquita y flaca como era, porque tenía el aguante de dos hombres juntos. A la tarde mi abuelo ya no tenía nada más que hacer: se emperifollaba y se iba para el pueblo en su mejor caballo, con los arneses de lujo con los que mi abuela ya se lo tenía ensillado, y como a ella no le gustaba andar entre la gente, se quedaba en la chacra y seguía dale que dale. Y así pasó el tiempo y nacieron los ocho hijos y dicen mis tías que ni con los partos mi abuela se quedó en cama o dejó de trabajar un solo día.

Por eso fue más terrible todavía lo que pasó. Cierto que mi abuelo León no era ningún santo y que le gustaban las mujeres y que él les gustaba a ellas, y cierto que alguna vecina malintencionada le fue con chismes a mi abuela y que ella no dijo nada ni hizo ningún escándalo ni lloró ni gritó, cierto. Y eso que mi abuelo se acordó de repente de Ruth Bucman y anduvo unos días con el rabo entre las piernas no fuera que a mi abuela le fuera a dar por el mismo lado. No digo que haya estado bien, pero esas son cosas que una mujer sabe que tiene que perdonarle a un hombre, y francamente no había derecho a hacerle eso a mi abuelo, ella que habría tenido que estarle más que agradecida porque mi abuelo se había casado con ella. Y más cruel fue todo si se piensa en la ironía del destino, porque mi abuelo les quiso dar una sorpresa y hacerles un regalo a todos sus hijos y a sus hijas. Y a mi abuela Gertrudis supongo que también, claro.

Un día, mientras estaban los ocho hijos y mi abuelo León comiendo y mi abuela iba y venía con las cacerolas y las fuentes, mi abuelo contó que había llegado al pueblo un fotógrafo ambulante y todos preguntaron cómo era y cómo hacía y qué tal sacaba y a quienes les había hecho fotografías. Y mis tías le pidieron a mi abuelo que las llevara al pueblo a sacarse una foto cada una. Entonces mi abuelo se rio y dijo que no, que él ya había hablado con el fotógrafo y que al día siguiente iba a ir con sus máquinas y sus aparatos a la chacra a sacarlos a todos. Mis tías se rieron y dieron palmadas y lo besaron a mi abuelo y se pusieron a charlar entre ellas a ver qué vestidos se iban a poner; y mis tíos decían que eso era cosas de mujeres y lujos de la ciudad pero se alisaban las bombachas y se miraban de costado en el vidrio de la ventana.
Y el fotógrafo fue al campo y les sacó a todos esa foto marrón en cartulina dura que está ahora encima de la chimenea de mi casa en un marco dorado con adornos y que Jaia no me deja sacar de ahí.
Era rubio el fotógrafo, rubio, flaco, no muy joven, de pelo enrulado y rengueaba bastante de la pierna izquierda. Los sentó a todos fuera de la casa, con sus mejores trajes, peinados y lustrados que daba gusto verlos. A todos menos a mi abuela Gertrudis que estaba como siempre de negro y que ni se había preocupado por ponerse un vestido decente. Ella no quería salir en la foto y dijo que no tantas veces que mi abuelo León estaba casi convencido y no insistió más. Pero entonces el fotógrafo se acercó a mi abuela y le dijo que si alguien tenía que salir en la foto era ella; y ella le dijo algo que no sé si me contaron qué fue y me olvidé o si nadie oyó y no me contaron nada, y él contestó que él sabía muy bien lo que era no querer salir en ninguna foto o algo así. He oído muchas veces el cuento pero no me acuerdo de las palabras justas. La cosa es que mi abuela se puso al lado de mi abuelo León entre sus hijos, y así estuvieron todos en pose largo rato y sonrieron y el fotógrafo rubio, flaco y rengo les sacó la foto.
Mi abuelo León le dijo al fotógrafo que se quedara esa noche allí para revelarla y para que al día siguiente les sacara otras. Así que esa noche mi abuela le dio de comer a él también. Y él contó de su oficio y de los pueblos por los que había andado, de cómo era la gente y cómo lo recibían y de algunas cosas raras que había visto o que le habían pasado. Y mi tío Aarón siempre dice que la miraba como si no le hablara más que a ella pero vaya a saber si eso es cierto porque no va a haber sido él el único que se dio cuenta de algo.
Lo que sí es cierto es que mi abuela se sentó a la mesa con la familia y eso era algo que nunca hacía porque tenía que tener siempre todo listo en la cocina mientras los demás comían, para ir sirviéndolo a tiempo. Después que terminaron de comer el fotógrafo salió a fumar afuera porque en esa casa nadie fumaba, y mi abuela le llevó un vasito de licor y me parece, aunque nadie me lo dijo, que algo deben haber hablado allí los dos.

Al otro día el fotógrafo estuvo sacando fotos toda la mañana: primero mi abuelo León solo, después con los hijos, después con las hijas, después con todos los hijos y las hijas juntos, después mis tías solas con sus vestidos bien planchados y el pelo enrulado. Pero mi abuela Gertrudis no apareció, ocupada en el tambo y en la casa como siempre. Pero qué cosa, yo que no la conocí, yo que no había nacido como que mi padre era un muchachito que no se había encontrado con mi madre todavía, yo me la imagino ese día escondida, espiándolo desde atrás de algún postigo entornado mientras la comida se le quemaba sobre el fuego. Imaginaciones mías nomás porque según dicen mis tías nunca se le quemó una comida ni descuidó nada de lo de la casa ni de lo del campo.

El fotógrafo reveló las fotos y almorzó en la casa y a la tarde las pegó en los cartones con una guarda grabada y la fecha y mi abuelo León le pagó. Cuando terminaron de comer, ya de noche, él se despidió y salió de la casa. Ya tenía cargado todo en el break destartalado en el que había aparecido por el pueblo, y desde la oscuridad allá afuera les volvió a gritar adiós a todos. Mi abuelo León estaba contento porque les había sacado unas fotos muy buenas pero no era como para acompañarlo más allá de la puerta porque ya le había pagado por su trabajo más que nadie en el pueblo y en las chacras. Se metie-ron todos adentro y se oyó el caballo yéndose y después nada más.

Cuando alguien preguntó por mi abuela Gertrudis que hasta hoy mis tíos discuten porque cada uno dice que fue él el que preguntó, mi abuelo León dijo que seguramente andaría por ahí afuera haciendo algo, y al rato se fueron todos a acostar.
Pero a la mañana siguiente cuando se levantaron encontraron todavía las lámparas prendidas sobre las mesas y los postigos sin asegurar y la puerta sin llave ni tranca. No había fuego ni comida hecha ni desayuno listo ni vacas ordeñadas ni agua para tomar ni para lavarse ni pan cocinándose en el horno ni nada de nada. Mi abuela Gertrudis se había ido con el fotógrafo.

Y ahora digo yo, ¿tengo o no tengo razón cuando digo que esa foto no tiene por qué estar sobre la chimenea de mi casa? ¿Y cuando los chicos pregunten algo?, le dije un día a Jaia. Ya vamos a ver, dijo ella. Preguntaron, claro que preguntaron, y delante de mí. Por suerte Jaia tuvo la sensatez de no explicar nada:

—Es la familia de papá —dijo—, hace muchos años, cuando vivían sus abuelos. ¿Ven? El zeide, la bobe, tío Aarón, tío Isidoro, tío Salo.

Y así los fue nombrando y señalando uno por uno sin hacer comentarios. Los chicos se acostumbraron a la foto y ya no preguntaron nada más.

Hasta yo me fui acostumbrando. No es que esté de acuerdo, no, eso no, pero quiero decir que ya no la veo, que no me llama la atención, salvo que ande buscando algo por ahí y tenga que mover el marco dorado con adornos. Una de esas veces le pregunté a Jaia que estaba cerca revolviendo los estantes del bahut:

—¿Me vas a explicar algún día qué fue lo que te dio por poner esta foto acá? Ella se dio vuelta y me miró:

—No —me dijo.

No me esperaba eso. Me esperaba una risita y que me dijera que sí, que alguna vez me lo iba a contar o que me lo contara ahí mismo.

—¿Cómo que no?

—No —me dijo de nuevo sin reírse—, si necesitas que te lo explique quiere decir que no mereces que te lo explique.

Y así quedó. Encontramos lo que andábamos buscando, o no, no me acuerdo, y nunca volvimos a hablar Jaia y yo de la foto de mi abuela Gertrudis sobre la chimenea en su marco dorado con adornos. Pero yo sigo pensando que es una ofensa para una familia como la mía tener en un lugar tan visible la foto de ella que parecía tan buena mujer, tan trabajadora, tan de su casa y que un día se fue con otro hombre abandonando a su marido y a sus hijos de pura maldad nomás, sin ningún motivo.

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