Domingo en el parque - Bel Kaufman
Georges Seurat - “Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte” (1884-1886, óleo sobre lienzo, 207 x 308 cm, Art Institute of Chicago) |
Aún hacía calor al sol del final de la tarde, y los ruidos de la ciudad llegaban amortiguados entre los árboles del parque. Ella dejó el libro en el banco, se quitó las gafas de sol y suspiró llena de contento. Morton leía el cuadernillo del Times Magazine, con un brazo sobre el hombre de ella; su hijo de tres años, Larry, jugaba con la arena: una leve brisa abanicaba suavemente el cabello de ella contra su mejilla. Eran las cinco y media de un domingo por la tarde, y la pequeña zona para jugar, habilitada en una esquina del parque, estaba casi desierta. Los columpios y los balancines permanecían inmóviles y abandonados, los toboganes vacíos, y sólo en el rincón de la arena se veía a dos niños pequeños agachados el uno junto al otro, muy ocupados. Que bien se está aquí, pensó ella, y casi sonrió de pura sensación de bienestar. Tenían que salir a tomar el sol con más frecuencia; Morton estaba tan pálido, toda la semana encerrado en esa gris universidad, con pinta de fábrica. Le apretó el brazo cariñosamente y echó una ojeada a Larry, encantada de ver el pequeño rostro afilado, ceñudo ahora de tanto concentrarse en el túnel que estaba cavando. El otro chico se levantó de pronto y, con un brusco y deliberado movimiento de su brazo regordete, descargó sobre Larry la pala llena de arena; casi le da en la cabeza. Larry siguió cavando, y el otro niño se quedó allí de pie, con la pala levantada, impasible, como si no hubiera pasado nada.
— No, niño, no —le recriminó ella con el dedo en alto, al
tiempo que trataba de buscar con la mirada a la niñera o la madre del niño—. La
arena no se tira. Se puede meter en los ojos y duele. Se juega con cuidado,
ahí, en esa arena tan bonita.
El niño la miró imperturbable, en actitud expectante.
Tendría la edad de Larry, pero debía de pesar cuatro o cinco kilos más, era un
niño fornido sin la ligereza y la sensibilidad de expresión de Larry. ¿Dónde
estaba su madre? Las únicas personas que quedaban en la zona de juegos eran dos
mujeres y una niña con los patines puestos que se iban ahora por la salida, y
un hombre sentado en un banco unos metros más allá. Era un hombre grande, y
parecía que ocupaba el banco entero con el suplemento de humor del domingo,
abierto muy cerca de la cara: ella imagino que sería el padre del niño. sin
levantar siquiera la vista del tebeo escupió con pericia por la comisura de la
boca, Ella apartó los ojos.
En aquel instante, con la misma rapidez de antes, el niño
volvió a arrojarle una palada de arena a Larry. Y esta vez, parte de ella fue a
darle en el pelo y en la frente. Larry mira a su madre, con la boca indecisa;
según su expresión él se echaría a llorar o no.
El primer instinto de ella fue correr hacia su hijo,
quitarle la arena del pelo y castigar al otro niño, pero se contuvo. Siempre
estaba diciendo que lo que ella quería era que Larry aprendiera a ganar sus
propias batallas.
— No hagas eso, niño —dijo con voz severa, inclinándose
hacia adelante sin levantarse del banco—, ¡No tires arena!
El hombre del otro banco movió la boca, como para volver a
escupir, pero lo que hizo fue hablar. A ella ni la miró, sólo al niño:
— Sigue tirando toda la arena que quieras, Joe —dijo,
alzando la voz —, el rincón de la arena es de todos.
Ella sintió una súbita debilidad en las rodillas y lanzó una
mirada a Morton. Éste se había dado cuenta de lo que ocurría. Dejó el Times
cuidadosamente en el regazo y volvió su rostro fino y enjuto hacia el hombre,
sonriéndole con la misma sonrisa tímida y llena de excusas que podría haberle
dirigido a un estudiante para llamarle la atención por un error. Y cuando se
dirigió al hombre fue con su tono razonable de siempre.
—Tiene usted toda la razón —le dijo con amabilidad —, pero
precisamente por tratarse de un lugar público...
El otro levanto la vista del tebeo y miró a Morton. Le miró
de arriba abajo, despacio con premeditación:
—Y qué? —su voz insolente estaba llena de amenazas—. Mi hijo
tiene tanto derecho como el suyo, y si le da la gana de tirar arena pues la
tirará, y si a usted le parece mal no tiene mas que sacar a su hijo de ahí de
una puñetera vez.
Los niños escuchaban, boca y ojos abiertos de par en par,
con las palas olvidadas en las manitas. Ella notó cómo se tensaba el músculo de
la mandíbula de Morton. Raras veces se enfadaba; casi nunca perdía el dominio
de sí mismo. Se sintió invadida de ternura por su marido y de una rabia
impotente contra aquel hombre por ponerle en una situación tan ajena y tan
desagradable para él.
—Bueno, un momento —dijo Morton cortésmente—, tiene que
comprender.
—Ande, cierre el pico —dijo el otro.
El corazón de ella comenzó a latir agitadamente. Morton se
levantó a medias: el Times se cayó al suelo. Despacio, el otro se levantó
también. Dio un par de pasos hacia Morton y luego se detuvo. Dobló sus largos
brazos, esperando. Ella juntó las rodillas, que le temblaban. ¿Habría
violencia?, ¿pelearían? Que absurdo, que increíble...Tenía que hacer algo para
impedirlo, pedir socorro. Quiso poner la mano en la manga de su marido, tirar
de él para que se sentara, pero por alguna razón no lo hizo.
Morton se ajustó las gafas. Estaba muy pálido.
—Esto es ridículo —dijo—, he de pedirle...
—¿Ah, sí? —dijo el otro. Tenía las piernas abiertas, se
balanceaba un poco, mirando a Morton con el más absoluto desdén—, ¿Usted, y
cuántos más?
Durante un momento los dos hombres se miraron cara a cara.
Luego, Morton le volvió la espalda al otro y dijo, sin alzar la vos:
—Venga. vámonos de aquí.
Fue hacia el rincón de la arena; andaba torpemente, cojeando
casi, al tratar de afectar naturalidad. Se inclinó y sacó de allí a Larry
levantándole en vilo con pala y todo.
Larry cobró vida inmediatamente; su rostro perdió la
expresión de éxtasis que tenía y se puso a patalear y a llorar.
—No quiero irme a casa, quiero jugar más, no quiero cenar,
no me gusta la cena...
Aquello fue como una salmodia interminable, mientras
caminaban arrastrando al niño entre los dos, y el hincaba los pies en el suelo.
Para llegar a la salida tenían que pasar junto al banco donde el hombre había
vuelto a repantingarse. Ella puso buen cuidado en no mirarle. Con toda la
dignidad de que fue capaz tiró de una manita de Larry, sudorosa y llena de
arena, mientras Morton tiraba de la otra. Despacio y con la cabeza alta salió
de la zona de juegos con su marido y su hijo.
Sintió alivio, primero, al pensar que se había evitado una
pelea, que nadie había resultado herido. Y, sin embargo, había debajo una capa
de algo distinto, de algo pesado e ineludible. Se dijo que aquello había sido
más que un simple incidente desagradable, más que una derrota de la razón
contra la fuerza. Sentía vagamente que tenía que ver con ella y con Morton, que
era algo claramente personal, familiar, importante.
De pronto habló Morton:
—No habría demostrado nada.
—¿Qué? —preguntó ella.
—La pelea. Lo único que habría demostrado es que el otro es
más grande que yo.
—Por supuesto —dijo ella.
—El único desenlace posible —continuó él, razonablemente
—habría sido, ¿Cuál? Pues esto: mis gafas rotas, puede que hubiera tenido que
ponerme una o dos muelas nuevas, dos días sin poder ir a trabajar, ¿y a santo
de qué?, ¿de la justicia?, ¿de la verdad?
—Por supuesto —repitió ella.
Apresuró el paso. Lo único que quería era volver a casa y
sumirse en sus tareas domésticas; a lo mejor, entonces se le iría la sensación
que se le había pegado al corazón como un esparadrapo. Que matón más estúpido,
más despreciable, pensó, tirando más fuerte de la mano de Larry, que seguía
llorando. Hasta entonces, siempre se había sentido llena de ternura y pena ante
aquel cuerpecito indefenso de frágiles brazos, hombros estrechos y omóplatos
agudos como alas, piernas inseguras y delgadas, pero ahora sentía la boca tiesa
de remordimiento.
—Anda, deja de llorar —dijo, con dureza —, ¡Estoy
avergonzada de ti!
Se sentía como si fueran los tres pisando fango por la
calle. El niño se puso a llorar más fuerte.
Si se hubiera tratado de algún principio, pensó, si hubiera
habido algo justificase una pelea...Pero ¿qué otra cosa habría podido hacer él?
¿Dejarse pegar? ¿Tratar de educar al otro? ¿Llamar a la policía? "Oiga,
guardia, hay un hombre ahí en el parque que no piensa decirle a su hijo que no
le tire arena al mío..." El asunto era así de tonto, no valía la pena
seguir dándole vueltas.
—¿No puedes hacerle callar, por Dios bendito? —preguntó
Morton, molesto.
— ¿Y qué crees que estoy tratando de hacer? —dijo ella.
Larry tiraba para atrás, arrastrando los pies.
— Pues si no sabes tú meterle en cintura tendré que hacerlo
yo —cortó Morton, dando un paso hacia el niño.
Pero la voz de ella le paró en seco. Le sorprendió oír su
propia voz, delgada, fría y empapada en desprecio:
— ¿Ah, sí? —fue lo que se oyó decir a sí misma—, ¿tú, y
cuántos más?