El vestido de terciopelo - Silvina Ocampo

La Costurera - Diego Velazquez

Sudando,  secándonos  la  frente  con  pañuelos  que  humedecimos  en  la  fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!

Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar  la  colcha  de  mi  camita.  Tocamos  el  timbre:  nos  abrieron  la  puerta  y  entramos, Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en  Burzaco  y  nuestros  viajes  a  la  capital  la  enferman,  sobre  todo  cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió  un  vaso  de  agua  a  la  sirvienta  para  tomar  la  aspirina  que  llevaba  en  el  monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!

Subimos  una  escalera  alfombrada  (olía  a  naftalina),  precedidas  por  la  sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre  fue  un  martirio  para  mi  memoria.  El  dormitorio  era  todo  rojo,  con  cortinajes  blancos  y  había  espejos  con  marcos  dorados.  Durante  un  siglo  esperamos  que  la  señora  llegara  del  cuarto  contiguo,  donde  la  oíamos  hacer  gárgaras  y  discutir  con  voces  diferentes.  Entró  su  perfume  y  después  de  unos  instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:

–¡Qué  suerte  tienen  ustedes  de  vivir  en  las  afueras  de  Buenos  Aires!  Allí  no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras... Miren la  colcha  de  mi  cama.  ¿Ustedes  creen  que  es  gris?  No.  Es  blanca.  Un  ampo  de  nieve –me tomó del mentón y agregó–:  –No  te  preocupan  estas  cosas.  ¡Qué  edad  feliz!  Ocho  años  tienes,  ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda; agregó–:  –¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.

Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!

–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó:  –Alcanza de mi cartera los alfileres.

–¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.

La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.

–¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.

La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa!

–El  terciopelo  se  pega  mucho,  señora,  y  hoy  hace  calor.  Pongámosle  un  poquito de talco.

–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora. Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.

–¿Para  cuándo  será  el  viaje,  señora?  –volvió  a  preguntar  Casilda  para  distraerla.

–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere.  El  vestido  tendrá  que  estar  listo.  Pensar  que  allí  hay  nieve.  Todo  es  blanco, limpio, y brillante.

–Se va a París, ¿no?

–Iré también a Italia.

–¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.

La señora asintió dando un suspiro.

–Levante  los  dos  brazos  para  que  le  pasemos  primero  las  dos  mangas  –dijo Casilda, tomando el vestido y poniéndoselo de nuevo.

Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente  consiguió  ponerle  el  vestido.  Durante  unos  instantes  la  señora  descansó  extenuada,  sobre  el  sillón;  luego  se  puso  de  pie  para  mirarse  en  el  espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras, brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a  colocar  alfileres  en  los  dobleces  de  la  bata,  en  el  cuello,  en  las  mangas.  Yo  tocaba  el  terciopelo:  era  áspero  cuando  pasaba  la  mano  para  un  lado  y  suave  cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los  alfileres  caían  sobre  el  piso  de  madera  y  yo  los  recogía  religiosamente  uno  por uno. ¡Qué risa!

–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires  –dijo  Casilda,  dejando  caer  un  alfiler  que  tenía  entre  sus  dientes–.  ¿No  le  agrada, señora?

–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como  las  flores:  uno  tiene  sus  preferencias.  Yo  comparo  el  terciopelo  a  los  nardos.

–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.

–El  nardo  es  mi  flor  preferida,  y  sin  embargo  me  hace  daño.  Cuando  aspiro  su  olor  me  descompongo.  El  terciopelo  hace  rechinar  mis  dientes,  me  eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano, me  atrae  aunque  a  veces  me  repugne.  ¡Qué  mujer  está  mejor  vestida  que  aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un  collar  de  perlas;  todo  estaría  de  más.  El  terciopelo  se  basta  a  sí  mismo.  Es  suntuoso y es sobrio.

Cuando  terminó  de  hablar,  la  señora  respiraba  con  dificultad.  El  dragón  también. Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora  la  detuvo,  pidiéndole  que  no  le  echara  aire,  porque  el  aire  le  hacía  mal.  ¡Qué risa!

En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del afilador, y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba de  contemplar  las  pruebas  de  este  vestido  con  un  dragón  de  lentejuelas.  La  señora  volvió  a  ponerse  de  pie  y  se  detuvo  de  nuevo  frente  al  espejo  tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía casi  ningún  defecto,  sólo  un  imperceptible  frunce  debajo  de  los  dos  brazos.  Casilda  volvió  a  tomar  los  alfileres  para  colocarlos  peligrosamente  en  aquellas  arrugas de género sobrenatural, que sobraban.

–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?

–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!

–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.

Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos.  Forcejeó  inútilmente  durante  algunos  segundos,  hasta  que  volvió  a  acomodarle el vestido.

–Tendré  que  dormir  con  él  –dijo  la  señora,  frente  al  espejo,  mirando  su  rostro  pálido  y  el  dragón  que  temblaba  sobre  los  latidos  de  su  corazón–.  Es  maravilloso  el  terciopelo,  pero  pesa  –llevó  la  mano  a  la  frente–.  Es  una  cárcel.  ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.

–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.

La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo  hasta  que  el  dragón  quedó  inmóvil.  Acaricié  de  nuevo  el  terciopelo  que  parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:

–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!

¡Qué risa!

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